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En esta Navidad, el infantilismo trae sobrecarga de todo el año. La profundidad en las cuestiones diarias, la gobernabilidad del país y las propuestas más publicitadas así lo han venido poniendo de manifiesto. Adoptar un perro es ya más importante que pensar en tener un hijo, ir en patinete es guay y vivir en un loft debe ser la aspiración de todo moderno. Los cines y teatros compiten en buscar el escándalo como las exposiciones para instruir a los más jóvenes. Todo ello acompañado de la teoría de que trabajar poco es el éxito y que hay que pedir todas las ayudas posibles para alistarse a los enganchados a las nuevas plataformas y canales de comunicación sociales caracterizadas por la conversación y la interacción entre los usuarios, que demuestran, a menudo y sin sonrojo, el vacío que reina en muchas cabezas. Las noticias en prensa, radio, televisión y redes sociales ratifican que no es candidez o ingenuidad sino simpleza en formas y contenidos de lo importante de las cosas. Se podría llegar a la conclusión que el infantilismo es la comodidad del momento y, sobre todo, se pone en valor con una fuerza inusitada también en el ámbito político.
La festividad, que tradicionalmente ha sido un tiempo de reflexión y unión familiar, se ha convertido en un espectáculo donde la inocencia y la ingenuidad de la niñez se entrelazan con las estrategias políticas más sofisticadas para manipular las emociones de los adultos. En un mundo donde la política se ha convertido en un juego de apariencias hay menos niño Jesús y el personaje Papá Noel se erige como un símbolo de promesas vacías.
En este contexto infantilizado la espera es ansiosa por la llegada de un líder carismático que resuelva los problemas con un simple gesto. La política se convierte en un cuento de hadas, donde los villanos y los héroes se enfrentan en una batalla épica por el control del poder. Los ciudadanos, despojados de su capacidad crítica, se convierten en espectadores pasivos de un espectáculo que se repite año tras año.
En medio de este panorama, un niño nace, simbolizando la esperanza. Todos le damos una nueva oportunidad con ojos vigilantes y compasivos, unos ojos desde el pasado que saben cómo están obligados a vernos desde hace más de dos mil años. Esta imagen se ve empañada por figuras políticas que confirman su visita al prófugo de la justicia Puigdemont; o que como Donald Trump son promesas grandilocuentes, evocando la figura de un Papá Noel moderno. Por otro lado, el presidente Joe Biden, en un acto de clemencia navideña, salva a 37 condenados a muerte. En Valencia, la lotería de Navidad trae alegría a algunos hogares, recordándonos que la fortuna puede cambiar en un instante. Desde Madrid, Edmundo González espera encarnarse en presidente de Venezuela, con la toga ceremonial necesaria. Busca la figuración del 10 de enero, momento de sentir que aun estando en el mundo y habiendo pasado la vida en él, a veces nos vemos fuera de él. La Navidad, con su carga emocional y su capacidad para evocar recuerdos de la infancia, se convierte en el escenario perfecto para que los políticos desplieguen sus estrategias de manipulación. Las promesas de un futuro mejor, envueltas en papel de regalo y adornadas con cintas de colores, se presentan como soluciones mágicas a problemas complejos. Los ciudadanos, al igual que los niños, se dejan seducir por la ilusión de un mundo mejor, donde todo se cumpla. Y ahí estamos de estrella en estrella.
Pilar Falcón